En abril de 1938 dos de los gigantes de la física moderna, el ucraniano Georgi Gamow y el norteamericano Edward Teller, organizaban un congreso en la Carnegie Institution de Washington. Su objetivo: resolver el problema de por qué brillan las estrellas. Entre los participantes se encontraba un refugiado de la Alemania nazi, experto en procesos nucleares y que daba clases en la Universidad de Cornell. Su nombre era Hans Bethe. Pensador efervescente, tenía un talento innato para la física y las matemáticas: parecía que se dedicaba a jugar con números y letras.
En la reunión de Washington los astrónomos dijeron a los físicos todo lo que sabían de la constitución interna de las estrellas, que era mucho, y eso sin conocer realmente cómo se generaba la energía en su interior. Uno de los textos clásicos de la astrofísica, The internal Constitution of the Stars, escrito por el brillante Arthur Eddington, describía perfectamente la estructura interna de las estrellas sin necesidad de mencionar nada sobre la naturaleza de su motor energético. Ahora le tocaba a los físicos ponerse a trabajar.
De vuelta en Cornell, Bethe atacó y resolvió el problema con tanta rapidez que Gamow llegaría a decir que había calculado la respuesta antes de que el tren llegase a la estación de destino. Bethe envió el artículo describiendo su hallazgo a la revista Physical Review pero entonces uno de sus estudiantes le comentó que la Academia de Ciencias de Nueva York ofrecía un premio de 500 dólares al mejor artículo inédito sobre la producción de energía en las estrellas. Bethe pidió a la revista que le devolviese el artículo, lo mandó al concurso y, evidentemente, ganó.
El físico tenía sus motivos para hacerlo. Su madre se encontraba todavía en Alemania y aunque los nazis accedían a dejarla salir, pedían 250 dólares si, además, quería llevarse sus muebles. Bethe destinó la mitad del premio para ello. Sólo después permitió que se publicara su artículo, con el que ganó el premio Nobel en 1967.
Ahora bien, esta historia no estaría completa si no mencionáramos su polémica. El mismo 1938 en que Bethe desentrañaba el llamado ciclo del carbono de la fusión nuclear, el alemán Carl Friedrich von Weizsäcker también lo resolvía de manera independiente. Como recuerdan con cierto disgusto los físicos alemanes, el artículo de Bethe llegó a la redacción de Physical Review el 7 de septiembre, mientras que el de Weizsäcker hizo lo propio a la de Zeitschrift für Physik el 11 de julio, luego, en puridad, fue Weizsäcker el primero en descubrirlo. Cierto es que Bethe y su colaborador Charles Critchfield habían enviado el 23 de junio un trabajo que contenía la parte más importante del otro método para alcanzar la fusión del hidrógeno, la cadena protón-protón. Aún así, el Nobel no tenía que haber sido exclusivamente para Bethe, sino compartido con Weizsäcker.
Hans Albrecht Bethe nació el 2 de julio de 1906 en Estrasburgo, entonces perteneciente a Alemania. Hijo de un profesor de fisiología, fue un niño sensible que escapaba de la soledad gracias a los cuentos de hadas y los números. Su amor por estos últimos se convirtió en pasión, hasta tal punto que memorizaba de manera compulsiva horarios de trenes y listas de embarque. Durante su adolescencia se debatió entre las matemáticas y la física hasta que finalmente se olvidó de ellas porque «parecían demostrar cosas que eran obvias». No debe sorprendernos: la habilidad matemática de Bethe es legendaria. De él se cuenta que trabajaba durante horas sentado en una mesa, con un montón de páginas en blanco a un lado y un montón de folios terminados al otro, mientras llenaba una hoja de cálculos con infinita tranquilidad, sin hacer ninguna corrección. Cuando un día su amigo Victor Weisskopf le preguntó cuánto tardaría en hacer ciertos cálculos, Bethe le contestó:
– Tardaría tres días, pero ¡a ti te costaría tres semanas!
Según confesó Weisskopf, efectivamente le costó tres semanas.
En 1928 obtuvo su doctorado en física teórica bajo la dirección de Arnold Sommerfeld y tras pasar por las universidades de Frankfurt y Stuttgart, acabó de Privatdozent de la Universidad de Munich a la edad de 24 años. Mientras, en Alemania el ambiente antisemita se iba haciendo cada vez más agobiante. A Einstein se le recomendó, por su propia seguridad, que no hiciera apariciones públicas; Sommerfeld rompió una pizarra en clase al descubrir que alguien había escrito «¡Malditos judíos!» en ella, y Bethe se encontró dando clases a alumnos que portaban esvásticas. Con la llegada de Hitler al poder se promulgó una ley por la que se prohibía desempeñar cargos públicos a judíos y a hijos o nietos de judíos. Bethe no se consideraba tal, pero su madre lo era y perdió su empleo. Como muchos otros, dejó su país, marchó a Inglaterra y finalmente recaló en Estados Unidos, más concretamente en Cornell, en febrero de 1935.
Durante los cuatro años siguientes fue labrándose una excelente reputación como físico nuclear, en gran parte motivada por tres monumentales artículos publicados en Reviews of Modern Physics conocidos desde entonces como “la Biblia de Bethe” y, sobre todo, por sus exquisitos y detallados cálculos sobre las reacciones nucleares en el interior de las estrellas.
Durante la Segunda Guerra Mundial oyó hablar del proyecto de construcción de la bomba atómica: «Lo consideraba algo tan remoto que me negué completamente a tener nada que ver con ella». Sin embargo estaba deseoso de contribuir en la lucha contra los nazis, sobretodo tras la caída de Francia. De modo que en 1942, cuando Robert Oppenheimer reunió en Berkeley a un grupo de excelentes físicos para preparar el diseño de la bomba, Bethe aceptó la invitación. Junto con su esposa Rose -hija de un antiguo profesor suyo y con la que se casó en 1939- cruzaron en coche todo Estados Unidos, desde Cornell a California, deteniéndose en Chicago para recoger a su gran amigo Edward Teller y a su mujer Mici. Cuando Bethe vio la pila atómica construida por Fermi se convenció de que quizá la bomba podría funcionar. No obstante la profunda amistad entre los dos físicos se resintió. Oppenheimer había llamado a Bethe para que dirigiera la división teórica en Los Álamos -quizá el cargo más importante dentro de aquel lugar «que recordaba a un campo de concentración», según la mujer judía de Fermi- y Teller estaba molesto porque pensaba que ese cargo debía haber sido para él. La tensión entre ambos aumentó cuando Teller, que se suponía dirigía el grupo a cargo de los cálculos de la implosión, empezó a concentrarse en la viabilidad de una bomba de hidrógeno.
Al terminar la guerra Bethe -que se ganó en Los Álamos el sobrenombre de ‘El Acorazado’- regresó a Cornell. En agosto de 1949 los soviéticos hicieron su primera prueba nuclear y Teller le pidió que volviera para trabajar en la bomba H. Bethe se negó y desde entonces fue un esforzado defensor de la paz, oponiéndose en los 60 al Sistema de Misiles Anti-Balísticos (ABM), en los 80 al programa de la Guerra de la Galaxias, y en los 90 dirigiendo una carta al presidente Clinton exhortándole a detener, no sólo todas las pruebas nucleares, sino todos «los cálculos e ideas destinados a producir nuevos tipos de armas nucleares».
Este casi centenario físico, que murió a los 98 años de edad en 2005, puso las bases de la electrodinámica cuántica al explicar el corrimiento Lamb del espectro del hidrógeno, tuvo brillantes ideas en teoría de colisiones y en física del estado sólido, predijo el descubrimiento del mesón pi, y en 1948, como parte de un chiste ideado por Gamow, figuró junto a éste y a Ralph Alpher como autor del famoso artículo “alfa-beta-gamma” sobre el origen de los elementos químicos en el momento de la Gran Explosión. Bethe no dejó de investigar a lo largo de su vida. Es más, es de los escasísimos científicos que han escrito un artículo fundamental en su campo por década. Freeman Dyson, otro de los grandes visionarios de la ciencia del pasado siglo, lo ha llamado “el supremo solucionador de problemas del siglo XX”.
Tomado de: https://masabadell.wordpress.com/2016/05/02/el-hombre-que-supo-porque-brillan-las-estrellas/
En la reunión de Washington los astrónomos dijeron a los físicos todo lo que sabían de la constitución interna de las estrellas, que era mucho, y eso sin conocer realmente cómo se generaba la energía en su interior. Uno de los textos clásicos de la astrofísica, The internal Constitution of the Stars, escrito por el brillante Arthur Eddington, describía perfectamente la estructura interna de las estrellas sin necesidad de mencionar nada sobre la naturaleza de su motor energético. Ahora le tocaba a los físicos ponerse a trabajar.
De vuelta en Cornell, Bethe atacó y resolvió el problema con tanta rapidez que Gamow llegaría a decir que había calculado la respuesta antes de que el tren llegase a la estación de destino. Bethe envió el artículo describiendo su hallazgo a la revista Physical Review pero entonces uno de sus estudiantes le comentó que la Academia de Ciencias de Nueva York ofrecía un premio de 500 dólares al mejor artículo inédito sobre la producción de energía en las estrellas. Bethe pidió a la revista que le devolviese el artículo, lo mandó al concurso y, evidentemente, ganó.
El físico tenía sus motivos para hacerlo. Su madre se encontraba todavía en Alemania y aunque los nazis accedían a dejarla salir, pedían 250 dólares si, además, quería llevarse sus muebles. Bethe destinó la mitad del premio para ello. Sólo después permitió que se publicara su artículo, con el que ganó el premio Nobel en 1967.
Ahora bien, esta historia no estaría completa si no mencionáramos su polémica. El mismo 1938 en que Bethe desentrañaba el llamado ciclo del carbono de la fusión nuclear, el alemán Carl Friedrich von Weizsäcker también lo resolvía de manera independiente. Como recuerdan con cierto disgusto los físicos alemanes, el artículo de Bethe llegó a la redacción de Physical Review el 7 de septiembre, mientras que el de Weizsäcker hizo lo propio a la de Zeitschrift für Physik el 11 de julio, luego, en puridad, fue Weizsäcker el primero en descubrirlo. Cierto es que Bethe y su colaborador Charles Critchfield habían enviado el 23 de junio un trabajo que contenía la parte más importante del otro método para alcanzar la fusión del hidrógeno, la cadena protón-protón. Aún así, el Nobel no tenía que haber sido exclusivamente para Bethe, sino compartido con Weizsäcker.
Hans Albrecht Bethe nació el 2 de julio de 1906 en Estrasburgo, entonces perteneciente a Alemania. Hijo de un profesor de fisiología, fue un niño sensible que escapaba de la soledad gracias a los cuentos de hadas y los números. Su amor por estos últimos se convirtió en pasión, hasta tal punto que memorizaba de manera compulsiva horarios de trenes y listas de embarque. Durante su adolescencia se debatió entre las matemáticas y la física hasta que finalmente se olvidó de ellas porque «parecían demostrar cosas que eran obvias». No debe sorprendernos: la habilidad matemática de Bethe es legendaria. De él se cuenta que trabajaba durante horas sentado en una mesa, con un montón de páginas en blanco a un lado y un montón de folios terminados al otro, mientras llenaba una hoja de cálculos con infinita tranquilidad, sin hacer ninguna corrección. Cuando un día su amigo Victor Weisskopf le preguntó cuánto tardaría en hacer ciertos cálculos, Bethe le contestó:
– Tardaría tres días, pero ¡a ti te costaría tres semanas!
Según confesó Weisskopf, efectivamente le costó tres semanas.
En 1928 obtuvo su doctorado en física teórica bajo la dirección de Arnold Sommerfeld y tras pasar por las universidades de Frankfurt y Stuttgart, acabó de Privatdozent de la Universidad de Munich a la edad de 24 años. Mientras, en Alemania el ambiente antisemita se iba haciendo cada vez más agobiante. A Einstein se le recomendó, por su propia seguridad, que no hiciera apariciones públicas; Sommerfeld rompió una pizarra en clase al descubrir que alguien había escrito «¡Malditos judíos!» en ella, y Bethe se encontró dando clases a alumnos que portaban esvásticas. Con la llegada de Hitler al poder se promulgó una ley por la que se prohibía desempeñar cargos públicos a judíos y a hijos o nietos de judíos. Bethe no se consideraba tal, pero su madre lo era y perdió su empleo. Como muchos otros, dejó su país, marchó a Inglaterra y finalmente recaló en Estados Unidos, más concretamente en Cornell, en febrero de 1935.
Durante los cuatro años siguientes fue labrándose una excelente reputación como físico nuclear, en gran parte motivada por tres monumentales artículos publicados en Reviews of Modern Physics conocidos desde entonces como “la Biblia de Bethe” y, sobre todo, por sus exquisitos y detallados cálculos sobre las reacciones nucleares en el interior de las estrellas.
Durante la Segunda Guerra Mundial oyó hablar del proyecto de construcción de la bomba atómica: «Lo consideraba algo tan remoto que me negué completamente a tener nada que ver con ella». Sin embargo estaba deseoso de contribuir en la lucha contra los nazis, sobretodo tras la caída de Francia. De modo que en 1942, cuando Robert Oppenheimer reunió en Berkeley a un grupo de excelentes físicos para preparar el diseño de la bomba, Bethe aceptó la invitación. Junto con su esposa Rose -hija de un antiguo profesor suyo y con la que se casó en 1939- cruzaron en coche todo Estados Unidos, desde Cornell a California, deteniéndose en Chicago para recoger a su gran amigo Edward Teller y a su mujer Mici. Cuando Bethe vio la pila atómica construida por Fermi se convenció de que quizá la bomba podría funcionar. No obstante la profunda amistad entre los dos físicos se resintió. Oppenheimer había llamado a Bethe para que dirigiera la división teórica en Los Álamos -quizá el cargo más importante dentro de aquel lugar «que recordaba a un campo de concentración», según la mujer judía de Fermi- y Teller estaba molesto porque pensaba que ese cargo debía haber sido para él. La tensión entre ambos aumentó cuando Teller, que se suponía dirigía el grupo a cargo de los cálculos de la implosión, empezó a concentrarse en la viabilidad de una bomba de hidrógeno.
Al terminar la guerra Bethe -que se ganó en Los Álamos el sobrenombre de ‘El Acorazado’- regresó a Cornell. En agosto de 1949 los soviéticos hicieron su primera prueba nuclear y Teller le pidió que volviera para trabajar en la bomba H. Bethe se negó y desde entonces fue un esforzado defensor de la paz, oponiéndose en los 60 al Sistema de Misiles Anti-Balísticos (ABM), en los 80 al programa de la Guerra de la Galaxias, y en los 90 dirigiendo una carta al presidente Clinton exhortándole a detener, no sólo todas las pruebas nucleares, sino todos «los cálculos e ideas destinados a producir nuevos tipos de armas nucleares».
Este casi centenario físico, que murió a los 98 años de edad en 2005, puso las bases de la electrodinámica cuántica al explicar el corrimiento Lamb del espectro del hidrógeno, tuvo brillantes ideas en teoría de colisiones y en física del estado sólido, predijo el descubrimiento del mesón pi, y en 1948, como parte de un chiste ideado por Gamow, figuró junto a éste y a Ralph Alpher como autor del famoso artículo “alfa-beta-gamma” sobre el origen de los elementos químicos en el momento de la Gran Explosión. Bethe no dejó de investigar a lo largo de su vida. Es más, es de los escasísimos científicos que han escrito un artículo fundamental en su campo por década. Freeman Dyson, otro de los grandes visionarios de la ciencia del pasado siglo, lo ha llamado “el supremo solucionador de problemas del siglo XX”.
Tomado de: https://masabadell.wordpress.com/2016/05/02/el-hombre-que-supo-porque-brillan-las-estrellas/
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