Las luchas de independencia, como cualquier otra contienda de magnitud y duración similar, produjeron en abundancia héroes y heroínas; pero sin duda sólo unos pocos de ellos han pasado a los libros de los historiadores. E incluso los que allí llegaron fueron moldeados por éstos, aun al punto de volverse seguramente irreconocibles para quienes los trataron. Uno de esos casos es el de Juana Azurduy. Su papel en aquellas guerras fue destacado; pero el carácter mítico que ha adquirido posteriormente su figura no se condice ni con su accionar ni con su lugar social.
Miembro de la élite propietaria altoperuana, ni a ella ni a su esposo Padilla se les conocen medidas concretas en favor de los muchos esclavos o arrenderos que debieron poblar sus haciendas.
En el caos sangriento que fue la guerra de guerrillas altoperuana, identificar vencedores y vencidos; pretender adjudicar a unos o a otros rótulos de excelencia moral, suena más bien a sarcasmo. La introducción de Azurduy, en el último cuarto del siglo XIX, en el panteón de los héroes patrios, requiere la previa deconstrucción de éste: para la Nación que buscaba dolorosamente constituirse, contar con un grupo de figuras en el cual reflejarse era una necesidad, un deber. Así, las grandes obras de los fundadores de nuestra historiografía se labraron en torno a la construcción de héroes.
Un héroe era algo mucho más concreto que un país que aún apenas si existía. Pero, por definición, en un panteón se veneran dioses; y ningún hombre o mujer de carne y hueso lo es. Por ello, no puede extrañar que entre la imagen construida posteriormente, y la realidad, la distancia sea tan grande: por ello es absurdo ver en Azurduy una defensora póstuma de esos indígenas que eran sus huestes, a los que involucró en una guerra sin cuartel en la que nada o muy poco habrían de ganar. Puestos a comparar figuras escultóricas, hasta puede decirse que en los tiempos de Cristóbal Colón esos indígenas al menos contaban con fuertes voces levantadas en su defensa, como la de Bartolomé de las Casas. En cambio, cuando el régimen colonial estaba a punto de derrumbarse, el peso de los privilegiados sobre la masa de tributarios y mitayos indígenas había ido adquiriendo todos los vicios de una larga opresión. Azurduy no luchó contra ellos, sino contra otros criollos como ella, en una lucha cuyo objetivo era el poder, antes de que la claridad misma de ese objetivo se ahogara en un mar de sangre. Poco de ello ha quedado en la visión edulcorada que aún sostienen algunos historiadores: otras cosas la han reemplazado, más amables quizá, pero también menos ciertas.
Julio Djenderedjian es Doctor en Historia, profesor de Historia Argentina en la UBA e investigador independendiente del CONICET.
Miembro de la élite propietaria altoperuana, ni a ella ni a su esposo Padilla se les conocen medidas concretas en favor de los muchos esclavos o arrenderos que debieron poblar sus haciendas.
En el caos sangriento que fue la guerra de guerrillas altoperuana, identificar vencedores y vencidos; pretender adjudicar a unos o a otros rótulos de excelencia moral, suena más bien a sarcasmo. La introducción de Azurduy, en el último cuarto del siglo XIX, en el panteón de los héroes patrios, requiere la previa deconstrucción de éste: para la Nación que buscaba dolorosamente constituirse, contar con un grupo de figuras en el cual reflejarse era una necesidad, un deber. Así, las grandes obras de los fundadores de nuestra historiografía se labraron en torno a la construcción de héroes.
Un héroe era algo mucho más concreto que un país que aún apenas si existía. Pero, por definición, en un panteón se veneran dioses; y ningún hombre o mujer de carne y hueso lo es. Por ello, no puede extrañar que entre la imagen construida posteriormente, y la realidad, la distancia sea tan grande: por ello es absurdo ver en Azurduy una defensora póstuma de esos indígenas que eran sus huestes, a los que involucró en una guerra sin cuartel en la que nada o muy poco habrían de ganar. Puestos a comparar figuras escultóricas, hasta puede decirse que en los tiempos de Cristóbal Colón esos indígenas al menos contaban con fuertes voces levantadas en su defensa, como la de Bartolomé de las Casas. En cambio, cuando el régimen colonial estaba a punto de derrumbarse, el peso de los privilegiados sobre la masa de tributarios y mitayos indígenas había ido adquiriendo todos los vicios de una larga opresión. Azurduy no luchó contra ellos, sino contra otros criollos como ella, en una lucha cuyo objetivo era el poder, antes de que la claridad misma de ese objetivo se ahogara en un mar de sangre. Poco de ello ha quedado en la visión edulcorada que aún sostienen algunos historiadores: otras cosas la han reemplazado, más amables quizá, pero también menos ciertas.
Julio Djenderedjian es Doctor en Historia, profesor de Historia Argentina en la UBA e investigador independendiente del CONICET.
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