En una noche de 1955, Jorge Luis Borges se encontró solo en la Biblioteca Nacional de Buenos Aires, donde trabajaba como director. Las estanterías infinitas se perdían en la penumbra, y el aire olía a papel viejo y a polvo de siglos. Borges, ya entonces con la vista debilitada, recorría los pasillos con una mezcla de melancolía y determinación, como si buscara algo que solo él sabía que existía.
Fue en una sección olvidada, tras mover un pesado volumen de Las mil y una noches, que sus dedos rozaron un libro encuadernado en piel negra, sin título alguno en el lomo. Al abrirlo, reconoció de inmediato el olor a tinta antigua y algo más: un perfume metálico, como de sangre seca. Las páginas estaban escritas en caracteres que, aunque al principio le resultaron indescifrables, pronto comenzaron a fluir ante sus ojos con una claridad sobrenatural. Era el Necronomicón, el libro prohibido de Abdul Alhazred, del que solo había oído menciones en textos apócrifos y en los murmullos de ocultistas.
Borges comenzó a leer, y las palabras se enroscaron en su mente como serpientes de tinta. Vio ciudades ciclópeas bajo lunas verdes, escuchó el canto de dioses que no debían ser nombrados y sintió, en su propia carne, el peso de eones que ningún hombre debería recordar. Cada línea era un cuchillo que le arrancaba un pedazo de la realidad conocida.
Cuando por fin cerró el libro, el mundo que lo rodeaba había cambiado. Las sombras se movían con lentitud deliberada, y las voces de los bibliotecarios, antes familiares, ahora le llegaban distorsionadas, como si hablaran desde el fondo de un abismo. Pero lo peor aún estaba por llegar. Al día siguiente, al despertar, se dio cuenta de que la luz se había extinguido para siempre. Sus ojos, aquellos que habían leído tantos mundos, ya no veían más que tinieblas.
Los médicos diagnosticaron un repentino avance de su ceguera hereditaria, pero Borges sabía la verdad: había mirado demasiado tiempo al abismo, y el abismo, a través del Necronomicón, le había devuelto la mirada.
En los años siguientes, en sus cuentos, aparecerían ecos de aquella noche: laberintos sin salida, espejos que reflejan lo innombrable, y libros que devoran a sus lectores. Pero nunca mencionó el Necronomicón directamente. Tal vez porque, en algún rincón oscuro de la biblioteca, el libro aún espera a su próximo lector.
Y tal vez, en sus sueños, Borges aún lo ve.
Que te diviertas!
Fue en una sección olvidada, tras mover un pesado volumen de Las mil y una noches, que sus dedos rozaron un libro encuadernado en piel negra, sin título alguno en el lomo. Al abrirlo, reconoció de inmediato el olor a tinta antigua y algo más: un perfume metálico, como de sangre seca. Las páginas estaban escritas en caracteres que, aunque al principio le resultaron indescifrables, pronto comenzaron a fluir ante sus ojos con una claridad sobrenatural. Era el Necronomicón, el libro prohibido de Abdul Alhazred, del que solo había oído menciones en textos apócrifos y en los murmullos de ocultistas.
Borges comenzó a leer, y las palabras se enroscaron en su mente como serpientes de tinta. Vio ciudades ciclópeas bajo lunas verdes, escuchó el canto de dioses que no debían ser nombrados y sintió, en su propia carne, el peso de eones que ningún hombre debería recordar. Cada línea era un cuchillo que le arrancaba un pedazo de la realidad conocida.
Cuando por fin cerró el libro, el mundo que lo rodeaba había cambiado. Las sombras se movían con lentitud deliberada, y las voces de los bibliotecarios, antes familiares, ahora le llegaban distorsionadas, como si hablaran desde el fondo de un abismo. Pero lo peor aún estaba por llegar. Al día siguiente, al despertar, se dio cuenta de que la luz se había extinguido para siempre. Sus ojos, aquellos que habían leído tantos mundos, ya no veían más que tinieblas.
Los médicos diagnosticaron un repentino avance de su ceguera hereditaria, pero Borges sabía la verdad: había mirado demasiado tiempo al abismo, y el abismo, a través del Necronomicón, le había devuelto la mirada.
En los años siguientes, en sus cuentos, aparecerían ecos de aquella noche: laberintos sin salida, espejos que reflejan lo innombrable, y libros que devoran a sus lectores. Pero nunca mencionó el Necronomicón directamente. Tal vez porque, en algún rincón oscuro de la biblioteca, el libro aún espera a su próximo lector.
Y tal vez, en sus sueños, Borges aún lo ve.
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