La idea de desmalvinización suele atribuirse al académico francés Alain Rouquié. En una entrevista realizada por Osvaldo Soriano para la revista Humor en marzo de 1983, Rouquié manifestó que “quienes no quieren que los militares vuelvan al poder tienen que dedicarse a desmalvinizar la vida argentina. Esto es muy importante: desmalvinizar, porque para los militares las Malvinas será siempre la oportunidad de recordar su existencia, su función y un día, de rehabilitarse. Intentarán hacer olvidar la guerra sucia contra la subversión y harán saber que ellos tuvieron una función evidente y manifiesta que es la defensa de la soberanía nacional (16)”.
La sentencia dictada por el francés parecería haber calado hondo en el pensamiento de muchos argentinos, y en cierto sentido, influido en las decisiones políticas que se tomaron durante la posguerra.
Como rechazo de plano aquellas tesis conspirativas que ponen siempre en el otro la razón de nuestros males, aunque considero que la afirmación de Rouquié es desconocedora de algunas variables sustantivas que componen la historia de nuestro país, entiendo que el francés emitió en tal oportunidad una simple recomendación respecto a cómo, a partir de un dispositivo como el desmalvinizador basado en el olvido, nuestro país pudiera procesar y resolver uno de los tantos traumas producidos por la tiranía militar. Rouquié recurrió a la causa Malvinas, porque consideró que ella constituía per se una “bandera” que podía ser retomada por los militares para justificar un futuro regreso al poder.
Pero la desmalvinización no empieza con la llegada de Rouquié a nuestro país. Las condiciones en las que regresaron nuestros soldados al continente dan cuenta de que este dispositivo empieza inmediatamente después del cese de las hostilidades. Creo entender entonces que la idea de “desmalvinizar” no necesariamente surgió del académico. Giraba ya en las mentes de algunos de los hombres y mujeres del poder, y la opinión de un “prestigioso” intelectual europeo sólo sirvió para reforzar sus argumentos.
Cabe analizar a continuación los presupuestos sobre los que asentó la recomendación el académico francés, las razones a partir de las cuales su sentencia encontró un campo fértil, y además, las consecuencias que el dispositivo desmalvinizante ha generado en nuestra comunidad desde entonces.
Es evidente que Rouquié lanzó su proclama en tiempos de transición entre una dictadura feroz y una incipiente salida democrática, con un claro objetivo inicial: el de restarles argumentos a los militares para evitar su regreso al poder. Pero la recomendación del académico presupone además una receta para que nuestra comunidad procese y supere las consecuencias traumáticas de un proceso revulsivo.
No suelo dedicarme a los menesteres de la psicología y mis conocimientos respecto al psicoanálisis son ciertamente limitados. Pero ello no obsta para que por la simple aplicación del sentido común, pueda sostener sin temor a equívoco que un suceso traumático o un trauma es esencialmente un hecho ajeno a nuestra experiencia normal o cotidiana, un suceso extraordinario que puede ser repentino o no, y que además suele generar consecuencias psíquicas cuya relevancia depende de su intensidad o gravedad, de su excepcionalidad o de su carácter prolongado. Por su parte, hemos comprobado con la experiencia que los episodios traumáticos pueden acarrear efectos emocionales, cognoscitivos, corporales, etc.
Si tales principios básicos pudieran trasladarse al campo de lo social (de hecho la psicología social ha realizado tal operación), podemos afirmar que un trauma social o colectivo es un estado general producido por un hecho o conjunto de hechos que dejan marcas o huellas de distinta profundidad en el seno de la comunidad. En algunos de los textos que he consultado al respecto, la violencia física en sus diferentes formas aparece como fuente primordial del trauma social, y suele considerarse por su eficacia, es decir, “la de anular al otro como sujeto diferenciado, sumiéndolo en una pérdida de identidad y singularidad que señala el lugar de la angustia”.(17)
Quienes hemos transcurrido nuestro devenir en el país durante los últimos cuarenta años podemos dar cuenta de que la violencia política acontecida en la década de 1970, y el proceso represivo posterior, han impreso consecuencias efectivamente traumáticas sobre el conjunto de la sociedad que aún perduran. Igual razonamiento puede aplicarse a un acontecimiento como el de Malvinas que constituye, como ya se ha dicho, el único episodio bélico protagonizado por nuestro país en el siglo pasado, y que además contó con la participación directa e indirecta de muchas familias argentinas.
Los expertos suelen coincidir en que el primer paso para el tratamiento de un suceso traumático es el de promover la autoconciencia del trauma y de sus efectos, y para ello, se requiere prestar especial atención al sujeto traumatizado. La mirada del propio individuo es en tal sentido fundamental para encarar cualquier proceso terapéutico.
Una vez operada la auto conciencia del trauma y sus efectos, los caminos deben conducir hacia lo que se denomina elaboración del trauma, es decir, hacia una actividad que tiende a hurgar en la causas, antecedentes, y la comprensión del evento traumático, para luego asistir al paciente de forma tal que logre convivir con éste en un marco de relativa aceptación del episodio. En el ámbito de lo social, por su parte, dicha elaboración presupone fundamentalmente un diálogo lo más extenso y amplio posible en términos de legitimidad social, para posteriormente formular ciertos acuerdos que permitan transcurrir el desarrollo evolutivo común con la menor cantidad de obstáculos posibles.
Cabe señalar que, en materia social, las alternativas para la elaboración de un trauma colectivo son múltiples, y los senderos transcurridos en tal sentido a lo largo de la historia, diversos y dispares. Cada sociedad ha asumido a través de sus modos de representación social y política una posición determinada para transcurrir el período de elaboración, de acuerdo a sus condiciones históricas, su idiosincrasia, los factores de poder en juego, la lucidez de sus elites, etc. No existe aquí una formula única ni una receta determinada. Nótese, a modo de ejemplo, y más allá de los juicios de valor que puedan efectuarse, que mientras en nuestro país se viene realizando con alternancia una investigación sostenida respecto a los crímenes y delitos cometidos por el entorno represivo, otras sociedades como la española, ante acontecimientos traumáticos de gran envergadura como la Guerra Civil, ha recurrido al olvido como fórmula de resolución del trauma. Sin embargo, cabe señalar que en el campo de lo social, tanto la promoción del recuerdo y castigo de lo pasado, como la del olvido, constituyen ejercicios de historización y, en tanto, acciones claramente intencionadas.
El proceso que conlleva a la elaboración del traumatismo social puede definirse como una reconstitución “colectivamente elaborada que modifica y muchas veces transgrede la memoria individual (18) (...). En dicho marco, el desafío consiste en descubrir cuáles son los recursos que tiene la sociedad para evitar que ello (el evento traumático) sostenga la perturbación del cuerpo sociaL. (19)”
En este último párrafo encontramos una clave. El proceso de elaboración del trauma social se encuentra íntimamente vinculado a la detección de aquellos recursos más eficaces para evitar que dicho trauma continúe perturbando.
Como señalamos anteriormente, el dispositivo de desmalvinización se constituyó en el “norte” a partir del cual se ejecutaron desde el poder diversas políticas vinculadas a la cuestión Malvinas, durante el período de posguerra. Entendemos por desmalvinización aquel conjunto de acciones impulsadas desde el poder militar, político, económico y simbólico, durante todo el período de posguerra, tendientes marginar de nuestra memoria colectiva el conflicto bélico acontecido en 1982.
La desmalvinización no solamente propuso el olvido integral del conflicto como fórmula. Dicho dispositivo impulsó mecanismos a partir de los cuales, entre otras consecuencias, se anudó el combate a la tiranía militar, se consideró el desafío a un poder como el británico como un “imposible fáctico”, se menoscabó integralmente la participación de nuestras fuerzas en la batalla, y por último, se victimizó a los veteranos de guerra.
Cabe interrogarse en primera instancia si quienes impulsaron y ejecutaron tal dispositivo, tal como surge de las recomendaciones precedentes, realizaron el necesario ejercicio de descubrir y analizar los recursos con los que contaba nuestra propia comunidad para evitar la recurrencia de la perturbación.
Desde la perspectiva del pensamiento nacional, que insisto, coloca a lo nacional en el centro del análisis, consideramos que en todo el período de posguerra no existió un proceso de investigación y debate que se haya concentrado en la detección y análisis de los recursos con los que contaba y cuenta aún nuestro país para evitar una perturbación recurrente en lo que refiere a la cuestión Malvinas. Ello es así, ya que no se han tenido en cuenta a la hora de impulsar recomendaciones y políticas orientadas hacia la cuestión que nos ocupa, entre otras cuestiones de primordial importancia, la existencia de una percepción social que considera justa la causa malvinera, el reconocimiento internacional respecto a la situación colonial, la valentía y el heroísmo desplegados por un sector importante de nuestras fuerzas, las aspiraciones de nuestros veteranos y sus familias, el apoyo recibido por numerosos estados iberoamericanos y las razones históricas que respaldan nuestro reclamo. Éstos, entre otros, son recursos con los que efectivamente contaba y aún cuenta nuestro país para encarar un fenómeno como el malvinero.
Como corolario de lo anterior se infiere que no habiendo existido ese indispensable proceso de debate y acuerdo que lleva hacia la reconstitución “colectivamente elaborada”, el dispositivo desmalvinizador en tanto imposición arbitraria, inconsulta y autoritaria, ha resultado esencialmente ineficaz para contribuir al procesamiento colectivo del trauma causado por la guerra, y ha operado en consecuencia de manera absolutamente contraria a nuestros intereses colectivos por las siguientes razones:
I) Más allá de ciertas alteraciones, los pilares sobre los que se sostuvo la fórmula general adoptada durante los últimos 25 años por el poder político y simbólico para elaborar el trauma colectivo de la última dictadura fueron: el ejercicio irrestricto de la memoria, la búsqueda de la verdad y la persecución judicial de los delitos cometidos en el marco represivo. Llama entonces poderosamente la atención que mientras la memoria se constituyó como pilar de dicha formula, al momento de abordar un episodio históricamente significativo como el de Malvinas, que tuvo lugar durante ese lapso, se apeló a una práctica absolutamente contraria, la del olvido. Esta actitud resulta a simple vista contradictoria y conduce hacia el planteamiento de legítimas dudas. Si se considera a la memoria como el mejor instrumento para elaborar las convulsiones pasadas, debe aplicarse entonces también a la cuestión Malvinas, no sólo a partir del recuerdo de defecciones, delaciones y engaños, sino también de la rememoración de todos aquellos actos o acciones de alta significación, de heroicidad y de patriotismo que allí han acontecido, teniendo fundamentalmente en cuenta la existencia de un antagonista como el británico, que ocupa ilegítimamente nuestro archipiélago desde hace más de ciento cincuenta años. El ejercicio de la memoria nos obliga a un abordaje integral y contextuado de la guerra de Malvinas, en especial, por la significación histórica que cobra su épica, y por las virtualidades que el heroísmo adquiere para el conjunto.
II) Si la fórmula para evitar nuevas intervenciones militares en el gobierno y/o su rehabilitación, es olvidar el episodio de 1982, tal como lo promueve el dispositivo desmalvinizador, cabe interrogarse respecto a ¿cómo compatibilizar tal situación con el mantenimiento de una causa que una parte sustancial de los argentinos consideramos justa? Y además, ¿cómo impulsar el merecido reconocimiento histórico a quienes ofrendaron su vida, a quienes combatieron heroicamente en el conflicto, a sus familiares?
III) Si tal como lo promueve el dispositivo “desmalvinizador” apelamos a la idea de invulnerabilidad del antagonista, ¿cómo relatamos una historia como la de nuestro país, que justamente surgió como Estado a partir del enfrentamiento con las potencias de la época, en clara inferioridad tecnológica? ¿Cómo explicamos un fenómeno como el de Martín Miguel de Güemes o epopeyas como la de la Vuelta de Obligado? ¿Sobre qué hipótesis y qué valores formaremos futuras camadas de militares para la defensa?
IV) Si aislamos el conflicto de 1982, ¿cómo explicamos integral y verazmente el proceso de relaciones bilaterales argentino-británicas desde principios del siglo XIX hasta la fecha?
V) Si victimizamos a nuestros veteranos y a sus familiares colocándolos en una situación de menoscabo, sin considerar su propio pensar y sentir, ¿cómo fundamentamos la existencia en nuestro país de una comunidad verdaderamente democrática?
VI) Si “desmalvinizamos”: ¿sobre qué bases seguiremos encarando ante el antagonista británico la prosecución de una causa justa?
Respecto a lo abordado en el punto I) de la enumeración precedente, es decir, sobre la cuestión vinculada a la memoria, bien vale efectuar una serie de reflexiones complementarias.
Más allá de que dicho vocablo refiere a una facultad humana conocida por todos, el apelativo a la “memoria” en términos políticos requiere una mirada diferente. El pensamiento nacional tiene una clara perspectiva en lo que respecta a las virtualidades colectivas del ejercicio de esa facultad. En tal sentido, consideramos la memoria como una facultad o potencia que nos permite retener y recordar lo pasado. Rememorar es entonces actualizar lo pretérito. Una de las funciones que cumple ese actualizar el pasado que se ejercita mediante la memoria, es la de alimentar la experiencia. En tal sentido, el rememorar constituye una forma de conocimiento o autoconocimiento que contribuye, entre otras cuestiones, a adoptar decisiones para el presente o para el futuro con cierto sustento en el pasado.
Hecha tal definición debemos diferenciar la memoria, que es una facultad, del recuerdo, que es la puesta en práctica o en acto de dicha facultad en un caso concreto. Partimos de un primer interrogante: ¿recordar o rememorar resulta de un simple y meridiano ejercicio de la memoria o implica necesariamente un acto de procesamiento de lo recordado? Creo entender que recordar implica necesariamente procesar, y por lo tanto, un mismo recuerdo en diferentes circunstancias puede ser idealizado o martirizado. La memoria existe en tanto es ejercida mediante un recuerdo inevitablemente procesado.
Nuestra corriente y el revisionismo histórico han batallado tenazmente contra los abusos y adulteraciones operadas sobre nuestra memoria colectiva. A ellos les debemos una serie de descubrimientos que dieron a luz el mecanismo de falsificación y sustitución de elementos y acontecimientos sustanciales de la historia local, que practicaron el mitrismo y sus sucedáneos. Entendemos en tal sentido que lo que se conoce como historia oficial, no es otra cosa que la construcción de un relato funcional a los intereses elitistas, práctica que se extendió en muchas naciones iberoamericanas.
Arturo Jauretche sostenía en su tiempo respecto a la historia oficial que había generado una concepción “estratosférica” del país, “en cuanto se excluyeron las causales internacionales de los hechos propios o inversamente se excluyeron los hechos propios de las causales internacionales.(20)”. Por su parte, el uruguayo Alberto Methol Ferré afirmó en sintonía que: "Nos enseñaban una historia de puertas cerradas, desgranada en anécdotas y biografías, o de bases filosóficas ingenuas, y nos mostraron la abstracción de un país casi totalmente creado por pura causalidad interna. A esta tesis tan estrecha, se le contrapuso su antítesis, seguramente tan perniciosa. Y ésta es la pretensión de subsumir y disolver el Uruguay en pura causalidad externa, en una historia puramente mundial a secas. Una historia tan de puertas abiertas que no deja casa donde entrar..(21).”. Tal fenómeno para el uruguayo generó una escisión entre “pueblerinos o ciudadanos del mundo (...). Así, de una historia isla, pasábamos a la evaporación, a las sombras chinescas de una historia océano, donde la historia se juega en cualquier lado menos aquí y aquí lo de cualquier lado”. Estos dos tipos de formulaciones -concluye Ferrer- son dos formas del escapismo: "Interioridad pura o exterioridad pura, dos falacias que confraternizan... (...) Era una manera de renunciar a hacer historia".
Hechas las consideraciones precedentes respecto a la vinculación entre memoria, historia y política, no puede dejar de observarse que en el discurso actual, sobre todo en aquel que emerge de ciertas orientaciones progresistas, se tiende hacia la “ultra ponderación” de una memoria que aparece como “infalible e imparcial”. Esta mirada, más allá del error teórico que contiene, presupone, no nos engañemos, una mirara nítidamente intencionada tendiente a sustentar una posición eminentemente política.
Expuestos tales fundamentos sólo resta ratificar a modo de complemento, tal como lo hemos sostenido en el prólogo del libro de José Luis Muñoz Azpiri Soledad de mis pesares (crónica de un despojo), editado también por la Corporación Buenos Aires Sur, que la desmalvinización referida es “derivación directa y necesaria de un tipo de relaciones de poder que se manifiestan ancestralmente en la humanidad, que dan cuenta de un pretérito fenómeno colonial y que gravitan indubitablemente en la formación de las conciencias de las elites de aquellas naciones sujetas al tal impronta” (22). Sobre este punto nos referiremos más adelante.
Éstos, entre otros tantos fundamentos e interrogantes que no podemos desarrollar en este ensayo por razones de espacio, nos inclinan a rechazar de plano la fórmula “desmalvinización” por teórica y prácticamente ineficaz para superar el trauma producido por la guerra de 1982, y nos impulsa a recomendar otras que se enunciarán en próximos textos.
La sentencia dictada por el francés parecería haber calado hondo en el pensamiento de muchos argentinos, y en cierto sentido, influido en las decisiones políticas que se tomaron durante la posguerra.
Como rechazo de plano aquellas tesis conspirativas que ponen siempre en el otro la razón de nuestros males, aunque considero que la afirmación de Rouquié es desconocedora de algunas variables sustantivas que componen la historia de nuestro país, entiendo que el francés emitió en tal oportunidad una simple recomendación respecto a cómo, a partir de un dispositivo como el desmalvinizador basado en el olvido, nuestro país pudiera procesar y resolver uno de los tantos traumas producidos por la tiranía militar. Rouquié recurrió a la causa Malvinas, porque consideró que ella constituía per se una “bandera” que podía ser retomada por los militares para justificar un futuro regreso al poder.
Pero la desmalvinización no empieza con la llegada de Rouquié a nuestro país. Las condiciones en las que regresaron nuestros soldados al continente dan cuenta de que este dispositivo empieza inmediatamente después del cese de las hostilidades. Creo entender entonces que la idea de “desmalvinizar” no necesariamente surgió del académico. Giraba ya en las mentes de algunos de los hombres y mujeres del poder, y la opinión de un “prestigioso” intelectual europeo sólo sirvió para reforzar sus argumentos.
Cabe analizar a continuación los presupuestos sobre los que asentó la recomendación el académico francés, las razones a partir de las cuales su sentencia encontró un campo fértil, y además, las consecuencias que el dispositivo desmalvinizante ha generado en nuestra comunidad desde entonces.
Es evidente que Rouquié lanzó su proclama en tiempos de transición entre una dictadura feroz y una incipiente salida democrática, con un claro objetivo inicial: el de restarles argumentos a los militares para evitar su regreso al poder. Pero la recomendación del académico presupone además una receta para que nuestra comunidad procese y supere las consecuencias traumáticas de un proceso revulsivo.
No suelo dedicarme a los menesteres de la psicología y mis conocimientos respecto al psicoanálisis son ciertamente limitados. Pero ello no obsta para que por la simple aplicación del sentido común, pueda sostener sin temor a equívoco que un suceso traumático o un trauma es esencialmente un hecho ajeno a nuestra experiencia normal o cotidiana, un suceso extraordinario que puede ser repentino o no, y que además suele generar consecuencias psíquicas cuya relevancia depende de su intensidad o gravedad, de su excepcionalidad o de su carácter prolongado. Por su parte, hemos comprobado con la experiencia que los episodios traumáticos pueden acarrear efectos emocionales, cognoscitivos, corporales, etc.
Si tales principios básicos pudieran trasladarse al campo de lo social (de hecho la psicología social ha realizado tal operación), podemos afirmar que un trauma social o colectivo es un estado general producido por un hecho o conjunto de hechos que dejan marcas o huellas de distinta profundidad en el seno de la comunidad. En algunos de los textos que he consultado al respecto, la violencia física en sus diferentes formas aparece como fuente primordial del trauma social, y suele considerarse por su eficacia, es decir, “la de anular al otro como sujeto diferenciado, sumiéndolo en una pérdida de identidad y singularidad que señala el lugar de la angustia”.(17)
Quienes hemos transcurrido nuestro devenir en el país durante los últimos cuarenta años podemos dar cuenta de que la violencia política acontecida en la década de 1970, y el proceso represivo posterior, han impreso consecuencias efectivamente traumáticas sobre el conjunto de la sociedad que aún perduran. Igual razonamiento puede aplicarse a un acontecimiento como el de Malvinas que constituye, como ya se ha dicho, el único episodio bélico protagonizado por nuestro país en el siglo pasado, y que además contó con la participación directa e indirecta de muchas familias argentinas.
Los expertos suelen coincidir en que el primer paso para el tratamiento de un suceso traumático es el de promover la autoconciencia del trauma y de sus efectos, y para ello, se requiere prestar especial atención al sujeto traumatizado. La mirada del propio individuo es en tal sentido fundamental para encarar cualquier proceso terapéutico.
Una vez operada la auto conciencia del trauma y sus efectos, los caminos deben conducir hacia lo que se denomina elaboración del trauma, es decir, hacia una actividad que tiende a hurgar en la causas, antecedentes, y la comprensión del evento traumático, para luego asistir al paciente de forma tal que logre convivir con éste en un marco de relativa aceptación del episodio. En el ámbito de lo social, por su parte, dicha elaboración presupone fundamentalmente un diálogo lo más extenso y amplio posible en términos de legitimidad social, para posteriormente formular ciertos acuerdos que permitan transcurrir el desarrollo evolutivo común con la menor cantidad de obstáculos posibles.
Cabe señalar que, en materia social, las alternativas para la elaboración de un trauma colectivo son múltiples, y los senderos transcurridos en tal sentido a lo largo de la historia, diversos y dispares. Cada sociedad ha asumido a través de sus modos de representación social y política una posición determinada para transcurrir el período de elaboración, de acuerdo a sus condiciones históricas, su idiosincrasia, los factores de poder en juego, la lucidez de sus elites, etc. No existe aquí una formula única ni una receta determinada. Nótese, a modo de ejemplo, y más allá de los juicios de valor que puedan efectuarse, que mientras en nuestro país se viene realizando con alternancia una investigación sostenida respecto a los crímenes y delitos cometidos por el entorno represivo, otras sociedades como la española, ante acontecimientos traumáticos de gran envergadura como la Guerra Civil, ha recurrido al olvido como fórmula de resolución del trauma. Sin embargo, cabe señalar que en el campo de lo social, tanto la promoción del recuerdo y castigo de lo pasado, como la del olvido, constituyen ejercicios de historización y, en tanto, acciones claramente intencionadas.
El proceso que conlleva a la elaboración del traumatismo social puede definirse como una reconstitución “colectivamente elaborada que modifica y muchas veces transgrede la memoria individual (18) (...). En dicho marco, el desafío consiste en descubrir cuáles son los recursos que tiene la sociedad para evitar que ello (el evento traumático) sostenga la perturbación del cuerpo sociaL. (19)”
En este último párrafo encontramos una clave. El proceso de elaboración del trauma social se encuentra íntimamente vinculado a la detección de aquellos recursos más eficaces para evitar que dicho trauma continúe perturbando.
Como señalamos anteriormente, el dispositivo de desmalvinización se constituyó en el “norte” a partir del cual se ejecutaron desde el poder diversas políticas vinculadas a la cuestión Malvinas, durante el período de posguerra. Entendemos por desmalvinización aquel conjunto de acciones impulsadas desde el poder militar, político, económico y simbólico, durante todo el período de posguerra, tendientes marginar de nuestra memoria colectiva el conflicto bélico acontecido en 1982.
La desmalvinización no solamente propuso el olvido integral del conflicto como fórmula. Dicho dispositivo impulsó mecanismos a partir de los cuales, entre otras consecuencias, se anudó el combate a la tiranía militar, se consideró el desafío a un poder como el británico como un “imposible fáctico”, se menoscabó integralmente la participación de nuestras fuerzas en la batalla, y por último, se victimizó a los veteranos de guerra.
Cabe interrogarse en primera instancia si quienes impulsaron y ejecutaron tal dispositivo, tal como surge de las recomendaciones precedentes, realizaron el necesario ejercicio de descubrir y analizar los recursos con los que contaba nuestra propia comunidad para evitar la recurrencia de la perturbación.
Desde la perspectiva del pensamiento nacional, que insisto, coloca a lo nacional en el centro del análisis, consideramos que en todo el período de posguerra no existió un proceso de investigación y debate que se haya concentrado en la detección y análisis de los recursos con los que contaba y cuenta aún nuestro país para evitar una perturbación recurrente en lo que refiere a la cuestión Malvinas. Ello es así, ya que no se han tenido en cuenta a la hora de impulsar recomendaciones y políticas orientadas hacia la cuestión que nos ocupa, entre otras cuestiones de primordial importancia, la existencia de una percepción social que considera justa la causa malvinera, el reconocimiento internacional respecto a la situación colonial, la valentía y el heroísmo desplegados por un sector importante de nuestras fuerzas, las aspiraciones de nuestros veteranos y sus familias, el apoyo recibido por numerosos estados iberoamericanos y las razones históricas que respaldan nuestro reclamo. Éstos, entre otros, son recursos con los que efectivamente contaba y aún cuenta nuestro país para encarar un fenómeno como el malvinero.
Como corolario de lo anterior se infiere que no habiendo existido ese indispensable proceso de debate y acuerdo que lleva hacia la reconstitución “colectivamente elaborada”, el dispositivo desmalvinizador en tanto imposición arbitraria, inconsulta y autoritaria, ha resultado esencialmente ineficaz para contribuir al procesamiento colectivo del trauma causado por la guerra, y ha operado en consecuencia de manera absolutamente contraria a nuestros intereses colectivos por las siguientes razones:
I) Más allá de ciertas alteraciones, los pilares sobre los que se sostuvo la fórmula general adoptada durante los últimos 25 años por el poder político y simbólico para elaborar el trauma colectivo de la última dictadura fueron: el ejercicio irrestricto de la memoria, la búsqueda de la verdad y la persecución judicial de los delitos cometidos en el marco represivo. Llama entonces poderosamente la atención que mientras la memoria se constituyó como pilar de dicha formula, al momento de abordar un episodio históricamente significativo como el de Malvinas, que tuvo lugar durante ese lapso, se apeló a una práctica absolutamente contraria, la del olvido. Esta actitud resulta a simple vista contradictoria y conduce hacia el planteamiento de legítimas dudas. Si se considera a la memoria como el mejor instrumento para elaborar las convulsiones pasadas, debe aplicarse entonces también a la cuestión Malvinas, no sólo a partir del recuerdo de defecciones, delaciones y engaños, sino también de la rememoración de todos aquellos actos o acciones de alta significación, de heroicidad y de patriotismo que allí han acontecido, teniendo fundamentalmente en cuenta la existencia de un antagonista como el británico, que ocupa ilegítimamente nuestro archipiélago desde hace más de ciento cincuenta años. El ejercicio de la memoria nos obliga a un abordaje integral y contextuado de la guerra de Malvinas, en especial, por la significación histórica que cobra su épica, y por las virtualidades que el heroísmo adquiere para el conjunto.
II) Si la fórmula para evitar nuevas intervenciones militares en el gobierno y/o su rehabilitación, es olvidar el episodio de 1982, tal como lo promueve el dispositivo desmalvinizador, cabe interrogarse respecto a ¿cómo compatibilizar tal situación con el mantenimiento de una causa que una parte sustancial de los argentinos consideramos justa? Y además, ¿cómo impulsar el merecido reconocimiento histórico a quienes ofrendaron su vida, a quienes combatieron heroicamente en el conflicto, a sus familiares?
III) Si tal como lo promueve el dispositivo “desmalvinizador” apelamos a la idea de invulnerabilidad del antagonista, ¿cómo relatamos una historia como la de nuestro país, que justamente surgió como Estado a partir del enfrentamiento con las potencias de la época, en clara inferioridad tecnológica? ¿Cómo explicamos un fenómeno como el de Martín Miguel de Güemes o epopeyas como la de la Vuelta de Obligado? ¿Sobre qué hipótesis y qué valores formaremos futuras camadas de militares para la defensa?
IV) Si aislamos el conflicto de 1982, ¿cómo explicamos integral y verazmente el proceso de relaciones bilaterales argentino-británicas desde principios del siglo XIX hasta la fecha?
V) Si victimizamos a nuestros veteranos y a sus familiares colocándolos en una situación de menoscabo, sin considerar su propio pensar y sentir, ¿cómo fundamentamos la existencia en nuestro país de una comunidad verdaderamente democrática?
VI) Si “desmalvinizamos”: ¿sobre qué bases seguiremos encarando ante el antagonista británico la prosecución de una causa justa?
Respecto a lo abordado en el punto I) de la enumeración precedente, es decir, sobre la cuestión vinculada a la memoria, bien vale efectuar una serie de reflexiones complementarias.
Más allá de que dicho vocablo refiere a una facultad humana conocida por todos, el apelativo a la “memoria” en términos políticos requiere una mirada diferente. El pensamiento nacional tiene una clara perspectiva en lo que respecta a las virtualidades colectivas del ejercicio de esa facultad. En tal sentido, consideramos la memoria como una facultad o potencia que nos permite retener y recordar lo pasado. Rememorar es entonces actualizar lo pretérito. Una de las funciones que cumple ese actualizar el pasado que se ejercita mediante la memoria, es la de alimentar la experiencia. En tal sentido, el rememorar constituye una forma de conocimiento o autoconocimiento que contribuye, entre otras cuestiones, a adoptar decisiones para el presente o para el futuro con cierto sustento en el pasado.
Hecha tal definición debemos diferenciar la memoria, que es una facultad, del recuerdo, que es la puesta en práctica o en acto de dicha facultad en un caso concreto. Partimos de un primer interrogante: ¿recordar o rememorar resulta de un simple y meridiano ejercicio de la memoria o implica necesariamente un acto de procesamiento de lo recordado? Creo entender que recordar implica necesariamente procesar, y por lo tanto, un mismo recuerdo en diferentes circunstancias puede ser idealizado o martirizado. La memoria existe en tanto es ejercida mediante un recuerdo inevitablemente procesado.
Nuestra corriente y el revisionismo histórico han batallado tenazmente contra los abusos y adulteraciones operadas sobre nuestra memoria colectiva. A ellos les debemos una serie de descubrimientos que dieron a luz el mecanismo de falsificación y sustitución de elementos y acontecimientos sustanciales de la historia local, que practicaron el mitrismo y sus sucedáneos. Entendemos en tal sentido que lo que se conoce como historia oficial, no es otra cosa que la construcción de un relato funcional a los intereses elitistas, práctica que se extendió en muchas naciones iberoamericanas.
Arturo Jauretche sostenía en su tiempo respecto a la historia oficial que había generado una concepción “estratosférica” del país, “en cuanto se excluyeron las causales internacionales de los hechos propios o inversamente se excluyeron los hechos propios de las causales internacionales.(20)”. Por su parte, el uruguayo Alberto Methol Ferré afirmó en sintonía que: "Nos enseñaban una historia de puertas cerradas, desgranada en anécdotas y biografías, o de bases filosóficas ingenuas, y nos mostraron la abstracción de un país casi totalmente creado por pura causalidad interna. A esta tesis tan estrecha, se le contrapuso su antítesis, seguramente tan perniciosa. Y ésta es la pretensión de subsumir y disolver el Uruguay en pura causalidad externa, en una historia puramente mundial a secas. Una historia tan de puertas abiertas que no deja casa donde entrar..(21).”. Tal fenómeno para el uruguayo generó una escisión entre “pueblerinos o ciudadanos del mundo (...). Así, de una historia isla, pasábamos a la evaporación, a las sombras chinescas de una historia océano, donde la historia se juega en cualquier lado menos aquí y aquí lo de cualquier lado”. Estos dos tipos de formulaciones -concluye Ferrer- son dos formas del escapismo: "Interioridad pura o exterioridad pura, dos falacias que confraternizan... (...) Era una manera de renunciar a hacer historia".
Hechas las consideraciones precedentes respecto a la vinculación entre memoria, historia y política, no puede dejar de observarse que en el discurso actual, sobre todo en aquel que emerge de ciertas orientaciones progresistas, se tiende hacia la “ultra ponderación” de una memoria que aparece como “infalible e imparcial”. Esta mirada, más allá del error teórico que contiene, presupone, no nos engañemos, una mirara nítidamente intencionada tendiente a sustentar una posición eminentemente política.
Expuestos tales fundamentos sólo resta ratificar a modo de complemento, tal como lo hemos sostenido en el prólogo del libro de José Luis Muñoz Azpiri Soledad de mis pesares (crónica de un despojo), editado también por la Corporación Buenos Aires Sur, que la desmalvinización referida es “derivación directa y necesaria de un tipo de relaciones de poder que se manifiestan ancestralmente en la humanidad, que dan cuenta de un pretérito fenómeno colonial y que gravitan indubitablemente en la formación de las conciencias de las elites de aquellas naciones sujetas al tal impronta” (22). Sobre este punto nos referiremos más adelante.
Éstos, entre otros tantos fundamentos e interrogantes que no podemos desarrollar en este ensayo por razones de espacio, nos inclinan a rechazar de plano la fórmula “desmalvinización” por teórica y prácticamente ineficaz para superar el trauma producido por la guerra de 1982, y nos impulsa a recomendar otras que se enunciarán en próximos textos.
Extracto tomado de La Gazeta
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