Cuenta la leyenda que en una lejana región de Oriente había una aldea muy pobre cuya mayor riqueza era un anillo de oro. Nadie lo podía usar, pues era propiedad de todos. Una mañana, el cofre donde estaba guardado amaneció vacío. La certeza de que alguien se lo había llevado trastocó la vida del lugar. Todos se recelaban. Tiempo después, uno de los hombres fuertes de la aldea salió a la calle luciendo el anillo en el dedo índice de su mano derecha. Los aldeanos se horrorizaron: ¡allí estaba el anillo robado! El hombre fue llevado ante un tribunal de notables, donde defendió su inocencia junto a los más caros abogados. Durante infinitas sesiones, en las que desfilaron decenas de testigos, el anillo seguía brillando en la mano del acusado. Los jueces, que demoraban el fallo, no se lo quitaron. Las pruebas para concluir que era fruto de un robo, decían, no eran suficientes. Esto provocó indignación: en esa mano, inconfundible, estaba el anillo. ¿Qué más faltaba? ¿Qué importaba cómo había pasado del cofre a ese dedo? Los jueces no pensaban igual. Sin pruebas del robo, repetían, no había robo. Pero ¿a qué llamaban prueba, si había incluso confesiones de algunos cómplices? Era tan obsceno ver al hombre exhibiendo el anillo en las calles de la aldea que muchos, para evitar ese dolor, dejaron de verlo. Los que no se resignaban acudieron al sabio de la comunidad en busca de consejo. El anciano vivía apartado, pero estaba al tanto de todo. "No robaron un anillo", les dijo. Los aldeanos, que respetaban al viejo, pensaron que estaban a punto de perder la razón. "Es peor -siguió el sabio-. Robaron la palabra. Cortaron el lazo que la unía a la realidad. La verdad y la mentira son ahora lo mismo. Y eso es el fin de la aldea que conocimos".
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