¿Alguien recuerda aquel estribillo que decía: «See androids fighting Brad and Janet, Anne Francis stars in Forbidden Planet…»? Yo no podría olvidarlo: fue, entre otras muchas cosas, mi primer contacto con la película de Fred M. Wilcox. La última de esta lista, por cierto, que actúa como representante de aquella década de los cincuenta en que el cine de ciencia ficción sirvió como espejo de las tensiones y los conflictos que vivía por aquel entonces la sociedad norteamericana: obras tan icónicas como El enigma de otro mundo (Nyby, 1951), Ultimátum a la Tierra (Wise, 1951) y La guerra de los mundos (Haskin, 1953) se han quedado en el tintero. Son muchas las razones por las que merece la pena adentrarse en los límites del planeta prohibido: por su revisión en clave fantástica de La tempestad de Shakespeare, por ver a un Leslie Nielsen precómico haciendo de galán, por Robby el robot, por su ingenuo argumento de filiación freudiana sobre los demonios del inconsciente, por los efectos especiales cortesía de la Disney… y sobre todo, cómo no, por los famosos modelitos de una Anne Francis que consiguió escandalizar al mundo entero con sus minifaldas.
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