Uno de los más destacables títulos que nos ha dejado Steven Spielberg en lo que va de siglo es esta fascinante historia de androides olvidados por la sociedad del futuro. Como Ridley Scott (a través de un relato de Philip K. Dick) hizo con los replicantes en la mítica Blade Runner (1982), la estrategia central de Inteligencia artificial consiste en dotar de sentimientos a seres artificiales creados a imagen y semejanza del ser humano. El film da pie a que el espectador empatice con las tribulaciones que hostigan a esos seres creados por el hombre y a que, asimismo, descubra su propia posición (no obstante, manipulado por un discurso tendencioso, si bien justificado y satisfactorio) ante el debate moral que el argumento (re)abre. Para unos, brillante y conveniente, decepcionante y excesivo para otros, el final de la cinta, en cualquier caso, evidencia aún más que no estábamos presenciando sino una fábula pesadillesca sobre un niño diferente al resto que afronta un obligado viaje iniciático en busca del conocimiento, pero, sobre todo, en busca de, sencillamente, un poco de amor como cualquier otro niño.
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