Un armador se disponía a echar a la mar un barco de emigrantes.
Sabía que el barco era viejo y que no había sido construido con gran esmero; que había visto muchos mares y climas y se había sometido a menudo a reparaciones. Se había planteado dudas sobre si estaba en condiciones de navegar. Esas dudas lo reconcomían y le hacían sentirse infeliz; pensaba que quizá sería mejor revisarlo y repararlo, aunque le supusiera un gran gasto. Sin embargo, antes de que zarpara el barco consiguió superar esas reflexiones melancólicas. Se dijo a sí mismo que el barco había soportado tantos viajes y resistido tantas tormentas que era ocioso suponer que no volvería a salvo a casa también después de este viaje. Pondría su confianza en la Providencia, que difícilmente podría ignorar la protección de todas esas familias infelices que abandonaban su patria para buscar tiempos mejores en otra parte. Alejaría de su mente toda sospecha poco generosa sobre la honestidad de los constructores y contratistas. De este modo adquirió una convicción sincera y reconfortante de que su nave era totalmente segura y estaba en condiciones de navegar; contempló cómo zarpaba con el corazón aliviado y con los mejores deseos de éxito para los exiliados en su nuevo hogar en el extranjero; y recibió el dinero del seguro cuando la nave se hundió en medio del océano y no se supo nada más.
¿Qué podemos decir de él? Desde luego, que era verdaderamente culpable de la muerte de esos hombres. Se admite que creía sinceramente en la solidez de ese barco; pero la sinceridad de su convicción de ningún modo puede ayudarle, porque no tenía derecho a creer con una prueba como la que tenía delante.
No había adquirido su fe honestamente en investigación paciente, sino sofocando sus dudas...
WILLIAM K. CLIFFORD
La ética de la fe (1874)
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